Columna de opinión de Francisco Ignacio Castillo C., Historiador, Lic. En Historia y Mag. en Historia.
Cuando se aproximan los procesos electorales, las emociones comienzan a salir a flote. Los candidatos las movilizan e instrumentalizan. La ciudadanía hace públicas sus quejas, muchas de las cuales buscan subsanar dilemas que tienen un componente emocional. El miedo a la delincuencia y el temor a la incertidumbre económica ya son asuntos recurrentes en los últimos 10 o 15 años.
Desde las izquierdas suele subestimarse estas expresiones emocionales. Se excusan en diversas justificaciones: que el miedo en realidad no es real y que la derecha lo está instigando (lo que parcialmente es cierto, pero no abarca la complejidad total del fenómeno). Sin embargo, si miramos de cerca la historia de Chile, y si algo podemos aprender de ella, veremos que en realidad el vínculo entre política y emociones es de larga duración. Los ejemplos abundan: las campañas electorales basadas en la movilización del miedo a través de la propaganda política, como la de 1920 (contra Arturo Alessandri, por supuesto
caudillo de la plebe) o las de 1964 y 1970 (ambas contra Salvador Allende, por representar una amenaza a los intereses de la clase alta), así como el uso del miedo como método de disciplinamiento social y político durante la dictadura de Pinochet, representan el epítome de esta relación.

Esta constatación debería llevarnos a reflexionar desde las izquierdas. ¿Es tan superfluo el miedo como se dice que es? ¿No corremos el riesgo de subestimar el malestar de la ciudadanía al desestimar sus experiencias y vivencias? Y como producto de aquello ¿acaso no cometemos en un grave error al replegarnos y cederle todo el terreno político-emocional a la instrumentalización de las derechas? Por eso, sólo cuando seamos capaces de reconocer el valor que tienen las emociones en la política, su influencia y su rol (que lo tienen, aunque muchos quisieran que no), sólo entonces se podrá enfrentar realmente el problema.
Aunque estos miedos, temores y hastíos estén o no justificados, tengan o no tengan fundamentos, de igual manera existen, y, por tanto, influyen y afectan. Desestimarlos y descartarlos por constituir expresión de un velo ideológico -por constituir una supuesta falsa conciencia, en términos de los marxistas clásicos- no contribuye en nada si lo que deseamos es construir un proyecto político que dispute el consenso capitalista y la más que nunca vigente hegemonía del programa social y cultural de las derechas.